LA PEOR VERDAD DE UN POLICÍA: PÓLVORA, PLOMO Y SANGRE
Por, Ernesto Pérez Vera
Pepe había
almorzado muy temprano, como siempre que entraba de servicio por la tarde.
Antes de las dos y media ya había recogido las llaves del coche patrulla, el radiotransmisor
y la carpeta en la que guardaba varios papeles con anotaciones de vehículos
recientemente sustraídos; y también las fotografías y filiaciones de tres
individuos de la zona que se encontraban en requisitoria judicial, en busca y
captura. Ese día tanto él como su
compañera necesitaban un café bien cargado: la noche anterior también habían
currado, pero en vez de acabar a las seis de la mañana, como les correspondía,
habían finalizado varias horas más tarde. Es lo que ocurre cuando a última hora
del turno se lleva a cabo una intervención con detenidos: pillaron a un menda
dentro de una tienda de telefonía móvil. Como ya era habitual en aquella
plantilla, otras patrullas hicieron oídos sordos a los requerimientos de la
Central, porque nadie quería ensabanarse a deshora. A tomar por culo la
profesionalidad.
Durante la
autoadministración de un chuté de cafeína y después de rajar unos cuantos minutos
sobre la incompetencia de sus jefes, Pepe y Esther comenzaron una nueva
cacería. Ambos eran adictos del trabajo. Creían
en lo que hacían y en lo que representaban. Disfrutaban ayudando a los buenos,
jodiendo a los malos. Les gustaba rebuscar en los bajos fondos de su
demarcación. Conocían bien a quienes solían trapichear con drogas y objetos
robados. Sabían dónde husmear para localizar vehículos sustraídos. Rara era la
semana que no hacían varias detenciones. Se trataba de una pareja muy bien
compenetrada profesionalmente, que con la mirada de uno ya el otro sabía qué
estaba cociéndose y qué tenía que hacer para que el otro iniciara la actuación
con seguridad, eficacia y garantía. Se entendían a la perfección,
beneficiándose de esta nada desdeñable ventaja en pos del bien común.
Era una
tarde cualquiera. Casi todas lo son. Un
día más empezaban la pesca capturando a un infractor de la Ley de Seguridad
Ciudadana. Un vacilón que se estaba fumando un porro en las cercanías de un
instituto. Ya lo conocían de otras muchas veces, se trataba de Guillermo,
también conocido como el Panchito y el Bizco. Era el típico
que lo mismo lleva un porrillo, que una navaja, que un teléfono robado, que
incluso unos cuantos gramos de cocaína; que lo mismo lo lleva todo a la vez. Un
cliente habitual, vamos. Era, además, un malencarado. Un amargado rebotón que
culpaba a la sociedad de lo nefastamente que le iba en su miserable vida,
cuando en realidad él jamás había hecho nada para mejorar su lamentable
existencia, sino todo lo contrario. Ese día, a punto de ser las tres de la
tarde, ya estaba muy colocado, pero no más de lo que solía estarlo el resto de
la jornada. Siempre iba puesto de todo. Era un guarro de cuidado, en todos los
sentidos. Un bastardo de cuidado.
Los
policías aún no lo sabían, pero el Bizco estaba especialmente
ofuscado con otro chorizo que le había birlado unas gafas Ray-Ban, que él mismo
había hurtado unos minutos antes en los vestuarios de un gimnasio en el que se
había colado, aprovechando un descuido del conserje. Aquellas antiparras
perfectamente las hubiera podido truequear por medio gramo de rebujito, que era
la mierda que más consumía y a la que realmente tenía la ‘enganchaera’ más
fuerte. Era politoxicómano. Era un desgraciado.
Estaba que
se subía por las paredes por haber sido tangado por un colega. Por ello la actuación
policial tomó un cariz desagradable cuando Esther y Pepe se acercaron a él para
decomisarle el petardo y denunciarlo. Lo que allí estaba empezando a ocurrir no
resultaba nuevo para ninguno de los intervinientes: manifestaciones groseras,
despectivas y amenazantes; amén de movimientos físicos delatores de una posible
acción huidiza e incluso ofensiva. Lo normal y mil veces vivido por la parejita.
Esto era, en realidad, el pan nuestro de cada día para estos servidores
públicos de placa, porra, pistola y entrega.
Nada hacía
presagiar el modo en el que iba a acabar tan básica y fundamental diligencia
policial. Con buen criterio y acierto, el par de agentes de la autoridad le
pidió al Bizco que se despojara de su mugrienta chamarreta, instante
justo, éste, en el que por la parte trasera de la cinturilla del pantalón asomó,
muy levemente, el puño de un cuchillo de cocina. Tan pronto la chica vio el arma dio un respingo hacia atrás a la vez
que, aceleradamente y a gritos, advertía a su compañero de tal hallazgo visual.
Esther, que además de tener tablas en la calle era una mujer valentona, recobró
muy rápidamente el control de sí misma y se abalanzó sobre Guillermo. Entre que
cayó con violencia encima de su contrincante y que éste se revolvía agresivamente
contra la policía, tratando de desenvainar, la hoja de la faca acabó
produciendo un amplio tajo en uno de los antebrazos de la funcionaria, varios
cortes en los dedos de su mano contraría e incluso una profunda herida en la
muñeca izquierda del propio malhechor de los cojones.
A todo esto
y simultáneamente a lo que estaba acaeciendo, Pepe intentaba llegar hasta el
delincuente evitando ser tocado por el cuchillo que realmente aún no había
visto, pero cuya existencia no ponía en duda, toda vez que en un plis-plas
todo quedó teñido de sangre. Así las
cosas, el varón desenfundó su pistola tratando de hacerla valer, al observar
que el Bizco se estaba incorporando desde el suelo con las manos chorreando de
sangre, a la par que profería graves insultos y amenazas contra la fuerza
presente. Pepe, en este punto de la intervención, fue capaz de verificar a
golpe de ojo que su compañera tenía sendos miembros superiores inutilizados y
que, para colmo, se hallaba atrapada por un evidente y pronunciado estado de
shock.
Pero nanai
de China. Si el mundo de Esther se había abierto bajo sus pies, no siendo capaz
de hacer ni decir nada coherente, Pepe no iba a ser mucho menos: tras extraer su arma de la funda, dirigirla
hacia el hostil y presionar el gatillo…, aquello no sonó. La pistola no
disparaba. El ambiente no se mezcló con el aroma de la pólvora. Pepe, para mayor
confusión mental, seguía sin ver el cuchillo, solo que él no lo sabía. No
pensaba en ello. Directamente, no pensaba. Este Homo sapiens varón
únicamente era consciente de una cosa, que estaba a tres metros de un hijoputa
armado con algo peligroso, que no quería terminar allí sus días y que
su binomio se estaba desangrando en sus narices.
Todo había
sucedido, y todavía seguía sucediendo, a una velocidad hasta entonces
inimaginable para los protagonistas de este incidente. El ritmo de este baile
era difícilmente reproducible en la galería de tiro en la que a veces, un a
veces muy espaciado en el tiempo, eran sometidos a entrenamientos (pegar cuatro
tiros puercos). Sus cabezas, las de los tres, fueron invadidas por una
misteriosa mezcla de silencio y estruendo, algo en principio incompatible. Pese
a tanta súbita y brutal adversidad, el policía logró disparar, pero no sin
antes efectuar algunas imprecisas y torpes manipulaciones del arma con ambas
manos.
El problema que anteriormente le impedía abrir fuego, y que ralentizó la
respuesta armada, era el seguro exterior de la pistola. Una aleta que debió ser
pulsada hacía abajo con el pulgar de la mano más hábil, pero que por la
precipitación del momento el agente no recordó desactivar.
La cosa es que finalmente disparó tres veces. Un proyectil impactó en un pie de
su compañera, otro atravesó el hombro derecho de Guillermo, deteniendo su
trayectoria en el escaparate de una librería cercana, y el último, el tercero,
nadie sabe qué fue de él. Bala perdida le llaman.
El Bizco,
al sentirse tocado por una bala, amén de por un tajo de su propia medicina,
desistió en su actitud y empezó a obedecer todas las órdenes conminatorias que Pepe
le vociferaba con la boca seca como la suela de un zapato. El agente no pudo
pedir refuerzos porque no atinaba a encontrar su radio, la cual se había
quedado tomando el sol en el salpicadero del coche-patrulla. Esther, que
sangraba abundantemente por tres heridas, nuevamente recobró cierto nivel de
calma, pudiendo pedirle a un transeúnte que telefoneara rápidamente a
Emergencias para informar de lo que estaba pasando. Y el mamón del Bizco,
el jodido Panchito, el cabrón de Guillermo, permaneció en el suelo
encañonado por Pepe, el único físicamente ileso de esta historia, hasta que por
fin, pasados unos minutos, una dotación policial de otro cuerpo apareció
casualmente en la escena y engrilletó al malnacido criminal.
Fin. Pero sigan
leyendo.
Pues saben
qué, amigos lectores, que todo lo que acaban de leer es ficción. Eso sí, cada
palabra de este relato está basada en la verdad de treinta policías españoles.
Treinta funcionarios que saben lo que es verse ante la muerte. Treinta agentes
de la autoridad que fueron heridos a machetazos, a balazos, etc. Treinta
servidores públicos que tuvieron la necesidad objetiva de disparar a sus
agresores, pero que no siempre pudieron hacerlo. Treinta seres humanos que
cuando sí lograron usar sus armas, no siempre acertaron sus tiros. Treinta
personas de verdad, de carne y hueso, que desnudan sus almas ofreciendo
certeros, estremecedores y crudos testimonios de cómo vivieron aquellos
momentos. Treinta tíos que describen qué pudieron hacer y qué no fueron capaces
de hacer. Treinta manifestaciones pormenorizadamente analizadas por un
instructor de tiro, a la sazón protagonista de un capítulo de la obra, y por un
psicólogo clínico con treintaidós años de experiencia profesional.
Pide ya tu
ejemplar de “EN LA LÍNEA DE FUEGO: LA REALIDAD DE LOS ENFRENTAMIENTOS ARMADOS”,
no esperes más:
Me la has colado pero bien. Y me has despertado el gusanillo y me voy a releer tú obra de nuevo. Es más. Mañana que tengo tiro me voy a pasear por ahí con el libro a ver si levanto algunas ampollas.
ResponderEliminarQue, bueno, Bueno.
EliminarGracias.
Me has hecho "spoiler" de tu propia obra..., no sé si cuando llegue a este capítulo fijarme más en la ortografía y aprender esa materia o leerlo con más entusiasmo y admirar el encanto del relato.
ResponderEliminarUn saludo.
Gabriel.
La diferencia entre este breve relato y el libro es que este es ficción y que el libro es totalmente cierto.
EliminarUn saludo.
Ernesto
En cuanto lo leí, lo recomendé a varios de mis "compas". Los que más me conocen, y que saben que si recomiendo algo es por estar seguro de no les estoy vendiendo humo, se lo compraron y leyeron. Los que no, siguen viniendo a trabajar con la esquela debajo del brazo, para cuando les haga falta.
ResponderEliminarUno de los que se lo leyó, entró un día de servicio, y el vestuario me miró con cara de "Escalera Real", por lo que enseguida le pregunté: "¿Qué t´ha pasao?" - y me dice - "Que me acabo de terminar el libro, y me he dado cuenta de que llevo 15 años de servicio y estoy vivo de milagro"
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"Ante ferit quam flamma micet"
Magnífico comentario, Josma.
EliminarGracias.