Por Ernesto Pérez Vera
Aprendía mientras trataba de enseñar algo. Pero ya
no, la vida pasa y cambia tan rápidamente como las nubes del estrecho en el que
vivo. Hoy no tengo ni cuerpo ni salud para estar más de un rato erguido sin
dolor en la línea de tiro, por lo que he aparcado mi espíritu docente. Pero esta nueva situación no me resta
aprendizaje: muchísimos policías, guardias civiles, militares, vigilantes de
seguridad y escoltas privados me contactan, por diversos medios, para participarme
cosas enriquecedoras, unas veces; y deplorables, en ocasiones. También se
ponen en contacto con un servidor, a los mismos efectos, infinidad de personas
de otros países, mayormente sudamericanos. Asimismo, hay quien únicamente me
escribe para insultarme, algo a lo que estoy acostumbrado desde que ingresé en
la Policía. Menos mal que, por ahora, estos son los menos.
Marco, un policía al que conocí hace varios años, me
ha llamado y escrito numerosas veces en el último quinquenio. Incluso nos hemos
visto en mi casa y en algunos eventos en los que yo conferenciaba (Bilbao,
Tarragona, Sevilla y Zaragoza). El chaval, que acaba de cumplir treinta tacos,
dice que se siente policía desde niño. Tanto es así que tan pronto finalizó el
Bachillerato opositó para cumplir su sueño. Ya ha vestido dos uniformes, tras superar las respectivas oposiciones.
Hace unas horas me comentó una serie de anécdotas profesionales muy
interesantes. Cosillas que, en mayor o menor medida, todos los policías callejeros
hemos vivido más de un puñado de veces. Su llamada telefónica me ha inspirado. Con
permiso del interfecto, previa revisión personal del texto, estas han sido sus
palabras:
“Ernesto, este verano nos veremos nuevamente: voy a
cruzar todo el país para poder entrenar con tus colegas de la Semana Táctica Solidaria. En mi
institución están empezando a cambiar algunas cosas, por fin; pero todavía
seguimos entrenando poco y mal, en todo. No te hablo ya de tiro y manejo de
armas de fuego, que también, sino de todo lo relacionado con las intervenciones
policiales. Ayer leí un artículo tuyo en el que criticabas, con bastante razón
y fiereza, la excesiva presencia académica de profesores de policías que nada
saben de la función práctica policial en la calle, aun cuando a veces algunos
pertenezcan al gremio. Hablabas de la
enseñanza que imparten sobre engrilletamientos, reducciones e inmovilizaciones,
personas que nunca han experimentado más que en el gimnasio y contra compañeros
que hacían las veces de dóciles ‘malotes’. Yo, que desde pequeño practico
varias artes marciales, habiendo competido hasta no hace mucho tiempo, sé que
poco me puede servir en la calle, por muy perfectamente que me salgan las cosas
en el tatami. Eso sí, he descubierto que ser consciente de ello y meditar al
respecto, facilita un poco las cosas”.
“Créeme, Ernesto, sé de lo que hablo. Cuando todavía
no llevaba ni un año en la Policía me dieron tal pedazo de hostia que todavía
estoy mareado. Me habían enseñado, tanto en la academia como en mis años de
ferviente practicante de sugerentes deportes de contacto, a parar y esquivar
puñetazos y patadas. Es más, Ernesto, semanas antes del humillante vapuleo de
humildad había ganado un destacado trofeo deportivo. Se me daba realmente bien.
Ya sabes, esquivar golpes para, acto
seguido, golpear, luxar, derribar e inmovilizar al contrario. Pero que va,
hijo, aquella noche el tiparraco de marras no me dio tiempo a nada. Me
colocó un trompazo que me reventó la boca y la nariz, cayendo del tirón al
suelo, envuelto en sangre. Todavía me duele el orgullo. Menos mal que mi
compañero pilló al fulano, aunque unos segundos después pude prestarle mi ayuda.
Tuvimos que engrilletarlo entre ambos, entregándonos hasta la extenuación, y
eso que el tío era un canijo”.
“Deja que te siga contando. Pese a que mi binomio era
más corpulento que yo, lo pasamos muy pero que muy mal. Él era enorme, pero el
que se manejaba bien con los grilletes y las luxaciones era yo. En la academia le
cogí el tranquillo a las técnicas que nos enseñaron. Destaqué. Acuérdate de
algo, Ernesto, yo he pasado por dos periodos básicos de adiestramiento. En el primer periplo tuve como profesor de
defensa personal a un policía que se dedicaba, desde tiempo inmemorial,
exclusivamente a la formación. No era mal tío, pero había dejado la calle
durante las Olimpiadas de Barcelona. Nunca he sabido si alguna vez fue un
patrullero comprometido, como él nos daba a entender, o si fue de los que tiran
balones fuera. En cualquier caso, ha tenido que pasar una década para poder valorar
ciertas cosas, porque como alumno pensaba que todo lo que el maestro decía era
palabra divina. Hoy, con la experiencia de haber estado mil veces tirado por
los suelos reduciendo a hijoputas de todos los colores, sé que aquel hombre no
tenía ni idea de nada. Todo el mundo aprobaba. Su asignatura era, como pasaba
con el tiro, morralla para quienes dirigían el cotarro. Me consta que nada ha
cambiado mucho”.
“En definitiva, Ernesto, que además de no poder ejecutar
el correcto esposamiento aprendido en clase, porque hay movimientos que uno no
siempre puede realizar bajo la precisión del estrés que genera la resistencia
activa de la otra persona, la sangre que manaba de mi rostro me impedía
respirar correctamente. Casi no podía ver. Para colmo, cuando el pavo me dio el
puñetazo echó a correr. Después de doscientos metros zumbando a muerte,
sangrando y ahogándome en mi propia sangre, seguro que no hubiese podido escribir
bien ni mi número de teléfono. Encontrándome
en tal estado de excitación la cagué de lo lindo: engrilleté la mano izquierda
del detenido a la mano derecha de mi compañero. No te rías, por favor, que
ya nos reímos nosotros bastante cada vez que nos acordamos (risas). En aquel momento me pareció aberrante, pero,
sinceramente, en la actualidad conozco muchos casos similares. Sé hasta de funcionarios
que en el fragor de la disolución de una riña han gomeado a sus propios
compañeros”.
“¡Ah! Tengo que decirte que la segunda persona que
me dio clases en la academia sí que conocía bien la calle. Era mando, pero no
estaba dedicado a la enseñanza a tiempo completo, sino que era comisionado, cada
cierto tiempo, para impartir su magisterio. A este sí se le veía muy suelto y resolutivo, porque no solamente
enseñaba cosas funcionales y sin florituras, sino que su jerga delataba
experiencia callejera. Ernesto, es lo mismo que te dije sobre el tiro: a veces
hay profesores que saben diferenciar el deporte de la realidad de la calle.
Yo tuve suerte, pues varias secciones de mi promoción recibieron clases de
personas que no eran ni policías, ni militares, ni nada que llevase uniforme:
eran entrenadores de no recuerdo qué disciplina olímpica. Amigo, dicho esto, ya
sabes que sigo entrenando casi diariamente en el dojo, a la vez que, cuando
encarta, me comisionan para dar cursos de reciclaje a veteranos e incluso a compañeros
de nuevo ingreso”.■
Hace poco me han dado a conocer que en cierto Cuerpo policial de una gran ciudad de nuestra geografía, los instructores a patrullar una semana cada dos meses (la semana fantástica la llaman). Lo mejor de todo es que esta iniciativa ha sido de ellos mismos, basada en la necesidad de no perder el contacto con la realidad de la calle. ¡¡Para quitarse el sombrero y hacer una ola!! Esto no es la tónica general, que más bien suele ser la de "meterse en un agujero".
ResponderEliminarEl protagonista del artículo un fenómeno, un gran policia seguro.
Un saludo.
Estupenda iniciativa. Gracias por darla a conocer.
EliminarUn saludo.
Ernesto.
Buen artículo, gracias por compartirlo.
ResponderEliminarUn saludo.
Buen artículo, gracias por compartirlo.
ResponderEliminarUn saludo.
Gracias, Gabri.
Eliminar