SÍNDROME DE DUNNING-KRUGER: BURROS ENGREÍDOS
Por Ernesto Pérez Vera
Atención, voy a
confesarme. Yo jamás he sido el más listo de la clase. Nunca he destacado en
nada de nada que fuese bonito y positivo. Mi capacidad intelectual no
sobresalió ni en el colegio, ni en el instituto, ni en la academia de policía.
Esto no es ningún secreto para aquellos con los que compartí pupitre, de tiza
todos manchados. Es más, admito que siempre fui del montón, aunque eso sí,
también estoy seguro de que nunca viajé en el vagón de cola. El farolillo rojo
casi siempre lo sostuvieron los mismos felices y contentos, muy descerebrados
ellos.
Así pues, he patrullado
con gente que no sabía qué era una infracción penal y una infracción administrativa.
Gente que llevaba años sin denunciar, en una ciudad proclive a todo tipo de
ilícitos (poner una simple multa de tráfico es denunciar). Tíos y tías, aunque
tal vez más los primeros que las segundas, que no llevaban ni un bolígrafo
cuando estaban de servicio, no fuese que tuviesen que tomar nota de algo, que
eso es trabajar y pecado capital para los de esta estirpe. Gentuza que durante el horario de trabajo presumía, botellín de
Cruzcampo en mano, de que ellos pasaban de todo y que no hacían nada de nada. Bastardos
que por pura diversión, por puro aburrimiento o porque recibieran directrices,
menoscababan la imagen pública y el buen nombre de los policías que sí daban el
callo y el do de pecho. Rémoras que navegando sin rumbo jugaban, cual
parásitos, a atribuirse los servicios destacados ajenos, de cara a los
políticos y a la sociedad local. Bazofia que con vehemencia y sin pudor alguno clamaba
por una plaza de oficial, de subinspector o de inspector, a la par que hacía,
no hacía o decía todas las barbaridades antedichas, aduciendo sus trienios de
antigüedad en el cuerpo, sus años de afiliado al sindicato que cortaba el
bacalao y, principalmente, esgrimiendo el número de veces que había solicitado
la baja médica para fastidiar al poder establecido, lo cual se ejecutaba por
orden de quien en cada caso emanase el estratégico antojo. Desechos de
honestidad distraída y de sinceridad arrojada al váter durante la vomitona
semanal.
No miento al decir que
muchos de estos lograron promocionar en la estructura de la fuerza, enarbolando
la bandera de tales aberrantes circunstancias. Tanto es así que varios, para
asombro de incluso quienes los promovían, ascendieron hasta dos y tres veces.
Pero es que no pocos de estos, con menos vergüenza que educación, formación y
ética, que ya es decir, llegaron a creerse que realmente habían conseguido los
galones gracias a sus méritos laborales (invisibles), a sus titulaciones académicas
superiores (de juguete), a sus experiencias profesionales en la calle
(inexistentes), a sus capacidades intelectuales y de mando (podridas) y a sus conocimientos
jurídicos de aplicación policial (los aprendidos viendo ‘Farmacia de guardia’,
‘Los hombres de Paco’ y ‘Torrente, el brazo tonto de la ley’). Se lo siguen
creyendo y hoy se venden de lo lindo, como doctos en cualquier materia, ante
quienes no los conocen o ante quienes se dejan engañar para obtener algún
beneficio para sí o para terceros. Pero no
nos engañemos demasiado: donde hay tanta permisividad, siempre subyace un
trasfondo con interés político-sindical.
¿Cuántas veces he dicho
que estamos desbordados por los que todavía no saben que no saben? Cientos de
veces, ¿verdad? Pues lean los párrafos subsiguientes, porque la ciencia buena y
de verdad, la que estudia la conducta y el comportamiento humano, la que
analiza y calcula percentiles y porcentajes, me ha demostrado que uno, al final
del camino, ha terminado aprendiendo algo en esta vida, aunque jamás fuese
aventajado alumno delante de la pizarra. Pero ojo, por favor, porque pese a lo
esputado en las muchas líneas precedentes, son más los buenos, los muy buenos y
los regulares, que los malos, los muy malos y los más que peores. Por tanto,
confíen en los policías sin dejarse llevar por la cromática de los uniformes,
ni por el tamaño de sus porras. Porque aunque
es verdad que cuando en una esquina alguien pide socorro, en la esquina de
enfrente se esconden los vagos y los cobardes; pero igualmente es cierto que desde
la siguiente esquina salen pitando, con ánimo de socorrer, los buenos y
verdaderos policías. Crean y confíen, que esto es así.

Como desde mi infancia
y pubertad ya han pasado demasiadas décadas, voy a tirar de memoria para
quedarme, que tampoco es poca cosa, con mis tres últimos lustros vitales, con
mi etapa de policía. Porque, para quienes no lo sepan, un servidor ya no es
policía, al menos no en situación administrativa de activo. Cosas de la vida y de
un malnacido, aunque quizá solo sea cosa del destino.
Si bien antes de
ingresar en la Policía ya me había dado cuenta de que algunos de mis compañeros
vigilantes de seguridad y escoltas se creían sobredotados, tanto física como
intelectual y profesionalmente, siendo un puñado de zoquetes y de vividores con
ínfulas, al menos para mis ojos y para mi moderado entendimiento, no cambió
mucho la historia cuando obtuve mi plaza de funcionario. Porque es una verdad
inmensa que de todo hay en todas partes. En todas. Presten atención, que quiero insistir en algo: solo estoy refiriéndome
a algunos, a unos cuentos, a personas muy concretas de cuyos nombres no quiero ni
acordarme. Al final del artículo comprenderán por dónde van los tiros.
Pues bien, hacerme
policía no varió demasiado mi lamentable y grotesca percepción de determinadas
cosas. Yo esperaba encontrar en la seguridad pública algo más de interés, de
compromiso, de entrega y de empatía para con aquellos a los que servíamos, o
sea, los ciudadanos. Pero nada de ello encontré, excepto en un más que
mejorable porcentaje de compañeros. Aunque
ya me lo habían advertido y, para colmo, me había criado entre uniformes
grises, azules y marrones, reconozco que nunca presté demasiada atención a las
voces que me decían, una y otra vez, que en la Policía también me iba a topar de
bruces con la desagradable sorpresa, ¡qué asco!, de tener que trabajar con
personas que pasaban de todo y de todos. Con aparentados que, con suma
habilidad y total mimetización, pasaban por ser serios y expertos servidores
públicos. Cuánta razón tenían aquellas voces: los puercos abundan y casi son
legión. Sobran guays, chachis, molones y chicos y chicas sensación de vivir.



La relación entre la estupidez
y la vanidad se ha descrito como el efecto o síndrome Dunning-Kruger, según el
cual las personas con escaso nivel
intelectual y cultural tienden a pensar, sistemáticamente, que saben más de lo
que saben, considerándose más inteligentes de lo que son. Este fenómeno fue
rigurosamente estudiado por Justin Krugger y David Dunning, psicólogos de la
Universidad de Cornell en Nueva York, y publicado en 1999 en The
Journal of Personality and Social Psychology. Antes de que estos dos concienzudos
estudiosos lo evidenciasen científicamente, Charles Darwin, ahí es nada, ya
había sentenciado que “la ignorancia engendra más confianza que el conocimiento”.
Esto se basa en los
siguientes principios:
1º.
Los individuos incompetentes tienden a sobreestimar sus propias habilidades.
2º.
Los individuos incompetentes son incapaces de reconocer las verdaderas
habilidades en los demás.
El avance de Krugger y
Dunning fue demostrarlo mediante un sencillo experimento, consistente en medir
las habilidades intelectuales y sociales de una serie de estudiantes, que
posteriormente se tenían que autoevaluar. Los resultados fueron alarmantemente
sorprendentes y muy reveladores: los más brillantes estimaban que estaban por
debajo de la media; los mediocres se consideraban por encima de la media; y los
menos dotados y más inútiles estaban convencidos, pobres de sí y del resto de
la sociedad, de estar entre los mejores. Curiosas
y preocupantes observaciones: los más incompetentes no solo tienden a llegar a
conclusiones erróneas y a tomar decisiones desafortunadas, sino que el nivel de
incompetencia les impide darse cuenta de ello.
Lo ven, esto es lo que Ernestito
lleva años diciendo, que hay demasiados que no saben que no saben, creyéndose
sabios. De ahí que gente de este perfil cope, en número excesivo, puestos de
dirección y mando en el sector laboral del que provengo.■
Patidifuso y tristemente de acuerdo. Otro golpe de vida, mezclado con lo que a nuestra profesión afecta. Sólo añadir, por escribir algo que redunde en tan sabias palabras, dos máximas: "De un tonto nada bueno" y "En esta vida después de una persona mala casi lo peor es un tonto con suerte".
ResponderEliminarUn saludo Oráculo.
Te copio las citas. Un abrazo.
EliminarErnesto.
Mucho Dunning-Kruger hay por hay, eso sí en la primera impresión dan el pego jejejej
ResponderEliminarUn saludo, Javi.
EliminarErnesto.
Hay por ahí...m
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