MENTIRAS QUE MATAN POLICÍAS
Por Ernesto Pérez Vera
Lo de Juan Cadenas no me resulta nuevo en absoluto.
La inmensa mayoría de los policías con los que he hablado a lo largo de más de
tres décadas, respondieron, a preguntas mías, que el día que sus vidas se
hallaran en peligro no dudarían en disparar. Quienes dicen esto siempre están
seguros de poder acertar sus disparos y, naturalmente, se ven a sí mismos como exitosos
supervivientes. Pero la verdad es que hasta aquella fatídica noche Juan también
pensaba que apretaría el disparador, sin embargo no disparó y a punto estuvo de
morir. Y es que no es lo mismo ser un fenómeno haciendo dieces en la diana de
la galería de tiro, que verse delante de un blanco humano que suda, que grita, que
avanza y que mata. Y todo esto, sin previo aviso. La gente suele descubrir
tarde y pagando un elevado coste, que la instrucción recibida en los cuerpos de
seguridad es de chiste, de broma. Eso contando con que efectivamente se haya
entrenando al personal, aunque sea mal, porque hay plantillas (locales
principalmente) en las que el reciclaje es una utopía. Esto es algo tan peligroso,
bochornoso y delictivo, que a buen seguro será negado. No obstante, tales
extremos son fácilmente constatables.
Pasa cada dos por tres: los policías prefieren
arriesgar sus vidas y las de terceras personas antes que disparar, porque no
están cualificados. Sí, a los policías se les enseña a manejar la pistola, pero
se les exigen unos mínimos de eficacia que son del todo irrisorios, aunque las
instituciones policiales vendan interna y públicamente altísimos niveles de
adiestramiento. A estos funcionarios no solo hay que enseñarles tiro y manejo
de las armas, también han de ser formados respecto a qué supone la legítima
defensa. Pero insisto, si el adiestramiento en el campo de tiro es paupérrimo,
eso siendo generoso, en lo concerniente a los aspectos jurídicos del uso del
arma de fuego es profundamente nefasto.
A nuestros servidores públicos se les entrega un
arma, a la par que se les inculca pavor a la mera extracción y exhibición para
conminar, así que eso de abrir fuego contra un hostil suele tatuarse en la
psique de los funcionarios como algo que jamás ha de hacerse. En algunas
escuelas de policía existe libertad de cátedra, por lo que a veces te topas con
profesores de tiro que han estudiado la dinámica de los enfrentamientos
armados, la neuro-psico-fisiología humana ante el ‘a vida o muerte’ y los
aspectos jurídicos que determinan cuándo sí y cuándo no se puede y se debe
disparar contra un semejante. Pero esto, el triangulo fundamental de
conocimientos del buen formador del ramo, demasiadas veces resulta papel mojado
en los planes académicos y de reciclaje, cuando no basura sobre la que se pasa
de largo, por supina ignorancia y máximo desinterés.
Lamentablemente, me consta que hay profesores e
instructores que aconsejan no defenderse jamás, a tiros, de quienes estén
acometiéndolos con armas blancas, contundentes u otras circunstanciales. Algunos,
los más expeditivos de cuantos ignorantes me vienen a la cabeza, sugieren
hacerlo exclusivamente si ya se está próximo a perecer. Y otros, incluso
exponiendo el mismo supuesto práctico, abanderan la absurda idea de que como
mucho se podría disparar intimidatoriamente al aire, para luego, ante la
insistencia homicida, apuntar a partes no vitales. Esto se lo he oído decir a
personal tanto público como privado, estando entre los primeros señores en
apariencia muy formados académicamente, por poseer estudios superiores y
divisas de mando. Este es el cáncer que facilitó que los Cachimba salieran
ilesos aquella madrugada en Puerto Serrano. Habría que preguntarle a Juan
Cadenas cuántas veces acudió a un campo de tiro durante su exigua carrera
profesional, cuántos disparos efectúo y qué filosofía formativa sobrevolaba el
ambiente.
Por cierto, eso de apuntar, que tan altamente puntúa
delante de una silueta de tiro, resulta una acción muchas veces imposible de
llevar a término en el fragor de una confrontación, máxime si esta se produce
de modo sorpresivo y a corta o muy corta distancia, como por otra parte se dan
la inmensa mayoría de las confrontaciones, siendo todas así cuando de armas
blancas se trata. La respuesta a la imposibilidad de apuntar en situaciones de
total estrés se encuentra, precisamente, en la propia fisiología humana ante
eventos de esta magnitud. Pero los programas académicos de tiro insisten, casi
en su totalidad, en que siempre se puede apuntar con calma. Ya ves, la calma es
lo primero que desaparece en todo Homo
sapiens sano de mente, cuando el cerebro percibe estímulos que le hacen
suponer que está en grave e inminente peligro. Ostentar una placa de policía no
otorga poderes sobrenaturales: frente a situaciones vitales de tal calado, la
naturaleza puede llegar a imponerse a los conocimientos adquiridos, si es que
realmente fueron adquiridos y asimilados. Como es lógico, todo esto es mucho
más sorteable por individuos altamente instruidos, bien concienciados y con
acumulación de experiencias similares.
Atención a esta definición
sobre la legítima defensa, ofrecida por el jurista alemán Claus Roxin: “El defensor debe elegir de entre varias
clases de defensas posibles aquella que cause el mínimo daño al agresor, pero
no por ello tiene que aceptar la posibilidad de daños a su propiedad o lesiones
en su propio cuerpo, sino que está legitimado para emplear, como medios
defensivos, los medios objetivamente eficaces que permitan esperar con
seguridad la eliminación del peligro”. La cita, ciertamente propiedad
intelectual del profesor teutón, viene siendo pronunciada, reiteradamente, por
el Tribunal Supremo de Alemania. Roxin, con ochentaicinco años de edad, es
catedrático emérito de Derecho Penal y Derecho Procesal Penal de la Universidad
de Múnich, y ostenta casi una veintena de doctorados Honoris Causa. En
noviembre de 2014 fue reconocido por el Ministerio de Justicia de España con la
Orden de la Cruz de San Raimundo Peñaflor, por su influencia en la reforma
penal española. Claus Roxin es, sin duda alguna, uno de los penalistas
contemporáneos más destacados del mundo.
Hace más daño el
desconocimiento de lo relativo al uso legal del arma, que las propias
agresiones sufridas. El boca a boca ha hecho creer a nuestros agentes,
promoción tras promoción, que siempre que defiendan sus vidas van a ser
condenados. Y eso, para nada es así. Pero resulta más cómodo, a la par que
cobarde, leer los titulares de los periódicos que no las sentencias judiciales,
menos aún las jurisprudencias del Supremo. El estudio gusta poco o nada, de ahí
tantas malentendidas y viciadas interpretaciones sobre la manida
proporcionalidad de los medios defensivos, cuando lo cierto es que
jurisprudencia no para de decirnos que ha de mirarse lo racional de la
respuesta, o sea, la idoneidad de defenderse en aras de sobrevivir, sin mirar
que útil ha sido empleado.
Decir, por último, que
si bien suele resultar tarea imposible la de apuntar, porque la fisiología
humana durante la supervivencia puede llegar a impedírselo a las personas
mentalmente sanas, no así a quienes padecen psicopatías, los protocolos dictan
que hay que disparar a las piernas o a los brazos (teóricamente partes no
vitales, pese a los muchos e importantes vasos sanguíneos ahí ubicados), aunque
en los ejercicios de entrenamiento puntúen más los impactos en la cabeza,
porque las siluetas no siempre cuentan con presuntos trenes motrices. Otro
contrasentido, en el que se ve que nadie quiere repara.■
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