CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE, ASÍ DE CLARO

Por Ernesto Pérez Vera

Nadar contra corriente cansa, hastía y debilita. Hay hasta quien se ahoga tratando de llegar a esa orilla llamada verdad, ese suelo firme y salvador que a veces está ahí mismo, ahí delante; empero que otras veces está más allá de los confines intelectuales y científicos conocidos. Pero igualmente es cierto que suele merecer la pena pegarse media vida erre que erre con lo que sea, aunque la razón y el mérito sean reconocidos tras el linchamiento y descrédito interesado, público, mediático y profesional de quien defiende sus ideales a pie firme, con convencimiento y con pruebas de eficacia. Algo así le sucedió en el siglo XVIII al doctor húngaro de origen alemán Ignaz Philipp Semmelweis (julio de 1818 – agosto de 1865).

Semmelweis es hoy considerado el padre de los procedimientos médicos antisépticos, o sea, de las medidas contrainfecciosas. Por aquel entonces morían miles de parturientas, descubriendo este hombre que la mayor parte de las madres que daban a luz en su clínica de Viena (Austria) perecían por infección posparto, también llamada fiebre puerperal (la fiebre del parto). Sin embargo, era infinitamente menor la cifra de mujeres fallecidas al parir en el hospital local en el que estas tareas sanitarias eran llevabas a cabo por matronas y no por médicos especializados en obstetricia. Al teutón no se le pasó por alto este dato, motivo por el que estudió numerosos informes de colegas que habían perdido a pacientes en estas circunstancias, llegando a la conclusión de que todos los doctores que asistían partos en su hospital impartían, igualmente, clases de disección de cadáveres justo antes de actuar con las embarazadas en los paritorios, intervenciones que practicaban sin lavarse las manos. Sí, efectivamente, goleada infecciosa por nula higiene sanitaria, algo normal por aquella época. Ni que decir tiene que las comadronas solo manipulaban preñadas y no cuerpos sin vida, como sí hacían diariamente los galenos que ejercían como profesores de medicina y que luego, con las manos de aquella manera, fabricaban neonatos huérfanos de madre.

Pues bien, cuando Ignaz Philipp comenzó a lavarse las manos con una solución de hipoclorito cálcico (económico desinfectante) antes de tocar a sus pacientes en estadio final de dar vida a sus hijos, los fallecimientos se redujeron sobremanera: al 1%, cuando antes el porcentaje oscilaba entre el 10% y el 35%. Como me dijo una vez Antonio Ayllón, uno de los cirujanos que me ha intervenido de columna varias veces: “Todavía no se sabe de nadie que haya muerto por culpa del agua y del jabón”. Pero claro, a Semmelweis nadie le allanó el camino cuando en 1847 les propuso a sus colegas que se lavasen cuidadosamente las manos antes de tocar a las pacientes. Pocos fueron los que siguieron sus consejos (muy pocas madres murieron en esas manos), pues entraban en contradicción con la opinión médica establecida en aquel tiempo. Es por lo que sus ideas fueron rechazadas, incluso después de que publicara sus investigaciones en la obra De la etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal (1861). Esto demuestra que no hay más ciego que el que no quiere ver, ya sea por estupidez profunda asociada al cretinismo agudo, ya sea por cobardía, ya sea por comodidad, ya sea por orgullo.

Las recomendaciones de Semmelweis solo fueron aceptadas por la comunidad científica mundial después de su muerte, cuando el francés Louis Pasteur confirmó la teoría de los gérmenes como causantes de las infecciones. Nuestro obstetra abandonó Viena para ejercer como profesor de su especialidad en Budapest, donde fue ingresado en un asilo por sufrir problemas nerviosos, depresión severa y fallos de memoria; un galopante envejecimiento prematuro. Murió de un proceso séptico a las dos semanas de su internamiento, con solo cuarentaisiete años de edad.


Dirán ustedes que qué demonios pinta todo esto en un espacio dedicado a las reflexiones, opiniones e historias relacionadas con los policías, las armas, la balística y la instrucción de tiro. Ciertamente pinta poco, pero la historia del doctor Semmelweis viene a demostrar que aunque muchísimos digan que es mejor llevar siempre la pistola con el seguro manual activado y con la recámara vacía; que es aconsejable ir siempre desarmado en horas francas de servicio; que es judicialmente recomendable no defenderse ante la visión de la muerte; que es más rentable pasar de todo mirando para otra parte; y que entrenar con la pistola es un marrón; pues eso, yo seguiré dando por culo con mis artículos para intentar concienciar a cuantos más mejor, siempre con la mayor dosis de verdad que esté al alcance de mis manos. ¿Y saben ustedes por qué? Porque, como en el caso Semmelweis, esto es un caso de vida o muerte.

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