DEFENSA TEMPRANA, PREVIA A LA AGRESIÓN FÍSICA
Por
Ernesto Pérez Vera
Continuamente me
preguntan si los policías pueden defenderse de quienes los acometen con
instrumentos no catalogados reglamentariamente como armas. Me hablan de ataques producidos con bates de beisbol, con botellas de
vidrio, con barras metálicas, con extintores, con destornilladores y hasta con
puntapiés en la cabeza. La cosa tiene guasa, mucha guasa, porque quienes
más me consultan son miembros de las propias fuerzas de seguridad, vigilantes y
militares. ¡Qué pena coño!
Algunos,
en lugar de rogar por un texto jurídico que trate concienzudamente el asunto,
claman por una pastilla mágica que tras su ingesta volatilice las dudas legales,
sobre si como policías están obligados a soportar lesiones incluso
incompatibles con la vida. Pienso que exista o no exista
pócima mágica alguna, que ya les adelanto que no existe, todo ser humano se
encuentra amparado por el derecho natural a defender su vida, ejerza
profesionalmente como policía, como electricista, como soldado, como mecánico
de bicicletas o como ama de casa dedicada a sus labores domésticas. En lugares
civilizados, como todavía lo es un poco España, el antedicho derecho natural se
ve reforzado por el Derecho Penal vigente, aunque por falta de conocimientos en
la materia la gente no sepa verlo.
Pero digan lo que digan
por las esquinas las plañideras de tres al cuarto, tenemos que hacer un
ejercicio de contrición: los policías somos quienes no sabemos, no entendemos o
no queremos ni saber ni entender de esto, por más que siempre y por sistema señalemos
a los jueces y fiscales de todo lo anterior. No obstante, de todo hay en todas
partes. Lo mismo que hay putas que no
saben hacer bien las pajas (o eso me han contado), hay policías que no saben
rellenar bien las actas y los boletines de denuncia. Y por tan sencilla regla
de la vida, también hay jueces, fiscales y abogados que procesalmente no saben
aplicar o comprender bien la legítima defensa. Pero como venía diciendo, de
todo hay en todas partes: putas que pajean del carajo (según vuelven a
decirme), agentes que dominan a la perfección el arte policial y jueces,
fiscales y abogados que controlan, dominan y aplican estupendamente el artículo
20 de Código Penal y la abundante jurisprudencia relacionada con las causas que
eximen de la responsabilidad criminal, entre las que se encuentran la legítima
defensa y el cumplimiento del deber. Por cierto, a los efectos de estos
párrafos, son de especial interés, dado que están especialmente destinados a
funcionarios policiales y vigilantes, los puntos 4, 5, 6 y 7 del citado
artículo 20.
Hoy quiero hablarles de
un señor que no era policía el día que se
defendió con lo primero que tenía a mano, un vaso; un vaso de cristal que
sostenía cuando fue empujado al tiempo que iba a recibir un trompazo, amén de
verse violenta y groseramente amenazado por dos varones adultos a los que
no había provocado. Juan se llama la víctima. Se trata de un hombre que tras
dejar momentáneamente a su esposa en las inmediaciones de una discoteca, fue a
buscar un aparcamiento para su coche. A su regreso al punto en el que se
encontraba la parienta, vio como dos sujetos la estaban acosando y sujetado por
un brazo, a la par que le susurraban cosas al oído. Se trataba de desconocidos,
de dos moscones. Unos buitres que querían tocar pelo, pese a que la señora les estaba diciendo que la
dejaran en paz, como del mismo modo les expresó Juan, al hallarse frente a
ellos a distancia de conversación.
Así las cosas, cuando
Juan ya había recibido varios empujones y estaba a punto de recibir un puñetazo
en la cabeza, se defendió endiñándole a su agresor con el vaso en la cara, lo
que le provocó al receptor del golpe la pérdida de la visión de un ojo. El atacante, lejos de amilanarse, luchó
hasta recibir una buena tunda. Como resultado de lo tan sucintamente
narrado, quien se defendiera del avasallador fue condenado a dos años prisión
por un delito de lesiones al que se le aplicó la eximente incompleta (parcial)
de legítima defensa.
El condenado, como era
de suponer, recurrió su cuita ante el Tribunal Supremo (TS), dictándose
sentencia absolutoria a su favor el 16 de noviembre de 2000. Atentos a estos
fragmentos de la susodicha resolución del TS: «Dichos individuos respondieron agresiva y
violentamente, insultando y amenazando, en concreto Guillermo (el lesionado) a
Juan, llegando incluso a darle un fuerte empujón al tiempo que intentaba
agredirle, frente a lo que el segundo reaccionó defensivamente de manera
instintiva, golpeando con un vaso de cristal que tenía en la mano en el rostro
del primero […] De esos hechos puede inferirse, que si valoramos la proximidad del agresor, lo inminente de la agresión, lo irreflexivo de la reacción ("de manera
instintiva", dijo el propio órgano condenador) y el dato de que el acusado
tenía el vaso en la mano y no lo tomó para golpear con él, no cabe decir […] que la reacción defensiva fuera desproporcionada
desde el punto de vista de las circunstancias en que desarrolló el caso, ni
tampoco desde la perspectiva del medio empleado, habida cuenta, también, del estado psicológico de quien defendía su
propia integridad y el ataque sufrido por su esposa. La racionalidad de la
defensa la entendemos, por tanto, lógica y adecuada, debiéndose considerar que
la eximente de legítima defensa debe aceptarse con carácter pleno y no parcial».
A ver, Juan tenía
derecho a no recibir el puñetazo que iba al encuentro de su rostro, tras haber
encajado aquellos reconocidos fuertes empujones ya mentados, algo ya reiterado
en no pocos pronunciamientos del Alto Tribunal. Por tanto, una vez más queda patente que no es preciso estar siendo físicamente atacado para iniciar la acción
defensiva, sino que cabe la defensa
temprana ante la clara e inminente perpetración del atentado. De igual
manera, Juan tenía derecho a defender a su esposa. Y por último, Juan no buscó
instrumentos peligrosos para defenderse sino que tiró de lo único que tenía a
mano (en la propia mano, realmente). Para colmo, ambas sentencias reconocen que
el hombre reaccionó instintivamente, o sea, sin disfrutar de tiempo y calma
para pensar en otras alternativas defensivas. Además, cabe destacar que incluso
había intentado evitar una trifulca no provocada por él, pidiendo a sus
asaltantes que los dejaran en paz. En fin, que el vidrioso trompazo lo lanzó
después de haber agotado los escasos recursos de los que disponía en aquel
momento.
Los peinaovejas de
siempre dirán que nada de esto guarda relación con la función policial, opinión
que no hará sino confirmar lo que son, unos bobos de solemnidad que disfrutan
nadando en el lodazal de la cobardía y en el negacionismo más peligroso y
absurdo. Lo dicho, no existen bálsamos contra la cobardía, el desinterés y la
desidia.■
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