COMO LA VIDA MISMA: PÓLVORA, PLOMO Y SANGRE
Por Ernesto Pérez Vera
«Todo sucedía a una velocidad hasta entonces inimaginable para nosotros, además de a un ritmo difícilmente reproducible en la galería de tiro», dijeron posteriormente los dos uniformados. Sus cabezas, en realidad las de los tres, fueron invadidas por una misteriosa mezcla de silencio y estruendo, algo presuntamente incompatible. Pese a todo, Jorge logró disparar, pero no sin antes efectuar algunas imprecisas y torpes manipulaciones sobre la pistola. El problema que anteriormente le impidió abrir fuego y que ralentizó su respuesta armada, era el seguro exterior del arma. Una aleta que debió ser pulsada hacía abajo con el pulgar de la mano dominante, pero que por la precipitación del momento el policía no recordó desactivar. La cosa es que finalmente disparó tres veces. Un proyectil impactó en un pie de su compañera; otro atravesó el hombro derecho de Óscar, deteniendo su trayectoria en el escaparate de una librería cercana; y el último, el tercero, nadie sabe qué fue de él.
Jorge, como siempre que entraba de servicio por la
tarde, había almorzado muy temprano. Antes de las dos y media ya había recogido
las llaves del coche-patrulla, el radiotransmisor y la carpeta en la que
guardaba varios papeles con anotaciones de vehículos recientemente sustraídos;
e igualmente las fotografías y filiaciones de tres individuos de la zona que se
encontraban en requisitoria judicial, o sea, en busca y captura.
Ese día, tanto él como su compañera necesitaban un
café bien cargado: la noche anterior también habían currado, pero en vez de
acabar a las seis de la mañana, como les correspondía, habían finalizado el
servicio varias horas más tarde. Es lo que ocurre cuando a última hora del
turno se lleva a cabo una intervención con detenidos. Y es que pillaron a un
menda dentro de una tienda de telefonía móvil. Como ya era habitual en la
plantilla, otras unidades habían hecho oídos sordos a los requerimientos de la
Sala de Transmisiones, porque nadie quería ensabanarse a deshora; por lo que se
comieron una intervención que estaba no solo a tomar por culo de distancia sino
también en un sector de la ciudad que no les correspondía. A la mierda la
profesionalidad del resto de las dotaciones en servicio.
Durante la autoadministración de un chute de cafeína
con glucosa y después de rajar unos minutos sobre la incompetencia de sus
jefes, Jorge y Luisa dieron comienzo a una nueva cacería. Ambos eran viciosos
del trabajo policial. Muy viciosos, amén de virtuosos. Creían en lo que hacían y en lo que
representaban. Disfrutaban ayudando a los buenos, jodiendo a los malos. Les
gustaba rebuscar, olisqueando como sabuesos, en los bajos fondos de su
demarcación. Conocían bien a quienes solían trapichear con drogas y objetos
robados. Sabían dónde husmear para localizar vehículos sustraídos. Rara era la
semana que no hacían varias detenciones. Se trataba de una pareja
profesionalmente muy bien compenetrada, que solo con la mirada de uno ya el
otro sabía qué estaba cociéndose y qué tenía que hacer para que el otro
iniciara la actuación con seguridad, eficacia y garantía de éxito. Se entendían
a la perfección y aprovechaban esta nada desdeñable ventaja en pos del bien
común, que diría Santo Tomás de Aquino.
Era una tarde cualquiera. Casi todas lo son. Un día
más empezaban la faena capturando a un infractor de la Ley de Seguridad
Ciudadana. Un vacilón que se estaba fumando un porro en las cercanías de un
instituto. Ya lo conocían de otras muchas veces, se trataba de Óscar, también
conocido como el Osquita y el Patas. Era el típico que lo mismo llevaba un porrillo,
que una navaja, que un teléfono robado, que incluso unos cuantos gramos de
cocaína; que lo mismo lo llevaba todo a la vez. Un cliente habitual, vamos.
Era, además, un malencarado; un rebotón que culpaba a la sociedad de lo
nefastamente que le había ido en su miserable vida, cuando en realidad él jamás
había hecho nada para mejorar su lamentable existencia, sino todo lo contrario.
Ese día, a punto de ser las tres de la tarde, ya estaba muy colocado, pero no
más de lo que solía estarlo el resto de la jornada. Siempre iba puesto de todo.
Era un guarro de cuidado, en todos los sentidos; un ser del que la humanidad
podría prescindir sin remordimientos ni penas.
Nadie lo sabía aún, pero el Patas estaba
especialmente ofuscado con otro chorizo que le había birlado unas gafas
Ray-Ban, que él mismo había hurtado unos minutos antes en los vestuarios de un
gimnasio en el que se había colado aprovechando un descuido del conserje.
Aquellas antiparras perfectamente las hubiera podido truequear por medio gramo
de rebujito, que era el veneno que más
consumía y al que realmente tenía la adicción más fuerte. Era politoxicómano,
algo de lo que el muy gilipollas parecía estar orgulloso, a tenor de lo que
verbalizaba cuando encartaba hablar de su enganchadera a las sustancias
estupefacientes.
Estaba que se subía por las paredes por haber sido
tangado por un colega. Por ello la actuación policial tomó un cariz
desagradable cuando Luisa y Jorge se acercaron a él para quitarle el petardo y
denunciarlo. Lo que allí estaba empezando a suceder no resultaba novedoso para
ninguno de los intervinientes: manifestaciones groseras, despectivas y
amenazantes; amén de movimientos físicos delatores de una posible acción
huidiza e incluso ofensiva. Lo normal y mil veces vivido por la pareja de
funcionarios actuantes. El pan nuestro de cada día para aquellos servidores
públicos de placa, porra, pistola y entrega; destacando lo de entrega, porque
muchos policías no tienen ni puta idea de qué demonios va todo esto.
Nada hacía presagiar el modo en el que iba a
concluir tan básica y fundamental diligencia policial, por lo que con buen
criterio y acierto los agentes de la autoridad le pidieron al Patas que se
despojara de su mugrienta chamarreta, instante justo en el que por la parte
trasera de la cinturilla del pantalón asomó, levemente, el puño de un cuchillo
de cocina. Tan pronto la chica vio el arma dio un respingo hacia atrás a la vez
que, aceleradamente y a gritos, advertía a su compañero de tal hallazgo visual.
Luisa, que además de tener muchas tablas en la calle era valentona, recobró
rápidamente el control de sí misma y se abalanzó sobre Óscar. Entre
que cayó violentamente encima de su objetivo y que éste se revolvía con
agresividad contra la policía, tratando de desenvainar, la hoja de la faca
acabó produciendo un tajo en uno de los antebrazos de la funcionaria, otro en
los dedos de su mano contraría e incluso uno extra en la muñeca izquierda del
propio Osquita.
A todo esto y en un acto simultáneo a lo que ya
estaba acaeciendo, Jorge intentaba llegar hasta el delincuente evitando ser
tocado por el cuchillo que, en realidad, aún no había visto pero cuya
existencia no ponía en duda, dada la cantidad de sangre que en un plis-plas lo decoró todo. Tanto es así,
que una vez verificado que su compañera tenía sendos miembros superiores
inutilizados, aparte de hallarse atrapada por un evidente estado de choque
emocional, Jorge desenfundó su pistola tratando de hacerla valer, al observar
que el Patas se estaba incorporando
desde el suelo con las manos chorreando sangre, gritando y amenazando de muerte
a la fuerza presente. Pero nanai de China, si el mundo de Luisa se había
abierto bajo sus pies y no era capaz de hacer ni decir nada coherente, Jorge no
iba a ser mucho menos: tras extraer su arma de la funda, dirigirla hacia el
hostil y presionar el gatillo, aquello no sonó. ¡La pistola no disparaba! El
ambiente no se mezcló con el inconfundible aroma de la pólvora quemada. Jorge,
para colmo de males, seguía sin ver el cuchillo, aunque él no lo sabía. Este Homo sapiens varón únicamente era
consciente de una cosa, que estaba a tres metros de un “hijoputa” armado con algo peligroso, que no
quería terminar allí sus días y que su binomio estaba gravemente lesionado.
Menuda papeleta.
«Todo sucedía a una velocidad hasta entonces inimaginable para nosotros, además de a un ritmo difícilmente reproducible en la galería de tiro», dijeron posteriormente los dos uniformados. Sus cabezas, en realidad las de los tres, fueron invadidas por una misteriosa mezcla de silencio y estruendo, algo presuntamente incompatible. Pese a todo, Jorge logró disparar, pero no sin antes efectuar algunas imprecisas y torpes manipulaciones sobre la pistola. El problema que anteriormente le impidió abrir fuego y que ralentizó su respuesta armada, era el seguro exterior del arma. Una aleta que debió ser pulsada hacía abajo con el pulgar de la mano dominante, pero que por la precipitación del momento el policía no recordó desactivar. La cosa es que finalmente disparó tres veces. Un proyectil impactó en un pie de su compañera; otro atravesó el hombro derecho de Óscar, deteniendo su trayectoria en el escaparate de una librería cercana; y el último, el tercero, nadie sabe qué fue de él.
El Patas, al sentirse tocado por una bala, encima de
por un corte de su propia medicina, desistió en su actitud y empezó a obedecer
todas las órdenes conminatorias que Jorge le vociferaba con la boca seca como
la suela de un zapato. El agente no pudo pedir refuerzos porque no atinó a
encontrar su radio, la cual se le había quedado olvidada en el salpicadero del
patrullero. Luisa, que sangraba abundantemente por tres heridas, consiguió
recuperar cierto nivel de calma y le pidió a un transeúnte que telefoneara a
Emergencias, informando de lo que estaba pasando. Y el Patas, el jodido y
bastardo Osquita, permaneció en el suelo encañonado por Jorge, el único
físicamente ileso de esta historia, hasta que una dotación policial de otro
cuerpo apareció casualmente en la escena y lo engrilletó.
Estimado lector, todo lo que acabas de leer es un
relato que se me ha ido ocurriendo sobre la marcha. Pero aunque pueda parecerte
un argumento excesivamente peliculero (novelístico mejor, por favor), te
garantizo que algo así podría ocurrir en cualquier momento en la esquina de
enfrente de tu casa. Es más, ya ha pasado demasiadas veces. ¿Te sientes
preparado para resolver con satisfacción situaciones de esta naturaleza?
¿Alguna vez te han hablado sobre cómo reaccionamos los seres humanos ante
vicisitudes de esta magnitud? ¿Sabes que tus proyectiles rebotan y atraviesan
los cuerpos humanos con mucha facilidad y que pueden conservar capacidad para
herir o matar a otras personas, aunque estas se encuentren a muchos metros de
donde se produjeron los disparos? ¿Sabrías realizarle un torniquete a tu
compañero? ¿Sabrías practicártelo a ti mismo? ¿Entrenas el disparo en doble
acción? ¿Practicas tiro en seco, desenfundado y desactivando el seguro manual
de tu pistola? ¿Ya te han engañado colándote esa diabólica funda pistolera
supuestamente mágica? ¿Resuelves con soltura los encasquillamientos? ¿Sabes
usar adecuadamente los parapetos? ¿Acaso te han hablado sobre la posibilidad de
tener que disparar con tu mano menos hábil, por tener la otra inutilizada por
mor de un golpe, un balazo o una cuchillada? ¿Has meditado seriamente sobre tu
propia voluntad de matar, llegado el caso? Lo sé, tus instructores no te hablan
de estas cosas. Es más, me consta que muchos de ellos saben menos que tú.
Si a nivel institucional todo lo relativo al
adiestramiento sigue anclado en arcaicas e insulsas posiciones de tiro, y
quienes te rodean se aferran a las leyendas urbanas de toda la vida, mueve el
culo y da un decidido paso al frente. Entrena con quienes a todas luces ya han
abandonado las lúgubres, falaces y confortables sombras de las míticas cavernas
platónicas. Relaciónate con quienes te aporten y no con quienes te resten. Suma
para ti y para quienes a diario dependen de tus habilidades, de tu
determinación, de tu pericia, de tus conocimientos y de tus destrezas. Huye de
los que susurran con voz de curita. Bebe agua en fuentes frescas. Aléjate de
los contaminados por el desánimo. Pégate a quienes han desertado de la
ignorancia. Despégate de los intelectualmente limitados. Evoluciona sin mirar
atrás, tu vida no es un negocio.■
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