COMO LA VIDA MISMA: PÓLVORA, PLOMO Y SANGRE

Por Ernesto Pérez Vera

Jorge, como siempre que entraba de servicio por la tarde, había almorzado muy temprano. Antes de las dos y media ya había recogido las llaves del coche-patrulla, el radiotransmisor y la carpeta en la que guardaba varios papeles con anotaciones de vehículos recientemente sustraídos; e igualmente las fotografías y filiaciones de tres individuos de la zona que se encontraban en requisitoria judicial, o sea, en busca y captura.


Ese día, tanto él como su compañera necesitaban un café bien cargado: la noche anterior también habían currado, pero en vez de acabar a las seis de la mañana, como les correspondía, habían finalizado el servicio varias horas más tarde. Es lo que ocurre cuando a última hora del turno se lleva a cabo una intervención con detenidos. Y es que pillaron a un menda dentro de una tienda de telefonía móvil. Como ya era habitual en la plantilla, otras unidades habían hecho oídos sordos a los requerimientos de la Sala de Transmisiones, porque nadie quería ensabanarse a deshora; por lo que se comieron una intervención que estaba no solo a tomar por culo de distancia sino también en un sector de la ciudad que no les correspondía. A la mierda la profesionalidad del resto de las dotaciones en servicio.

Durante la autoadministración de un chute de cafeína con glucosa y después de rajar unos minutos sobre la incompetencia de sus jefes, Jorge y Luisa dieron comienzo a una nueva cacería. Ambos eran viciosos del trabajo policial. Muy viciosos, amén de virtuosos.  Creían en lo que hacían y en lo que representaban. Disfrutaban ayudando a los buenos, jodiendo a los malos. Les gustaba rebuscar, olisqueando como sabuesos, en los bajos fondos de su demarcación. Conocían bien a quienes solían trapichear con drogas y objetos robados. Sabían dónde husmear para localizar vehículos sustraídos. Rara era la semana que no hacían varias detenciones. Se trataba de una pareja profesionalmente muy bien compenetrada, que solo con la mirada de uno ya el otro sabía qué estaba cociéndose y qué tenía que hacer para que el otro iniciara la actuación con seguridad, eficacia y garantía de éxito. Se entendían a la perfección y aprovechaban esta nada desdeñable ventaja en pos del bien común, que diría Santo Tomás de Aquino.


Era una tarde cualquiera. Casi todas lo son. Un día más empezaban la faena capturando a un infractor de la Ley de Seguridad Ciudadana. Un vacilón que se estaba fumando un porro en las cercanías de un instituto. Ya lo conocían de otras muchas veces, se trataba de Óscar, también conocido como el Osquita y el Patas. Era el típico que lo mismo llevaba un porrillo, que una navaja, que un teléfono robado, que incluso unos cuantos gramos de cocaína; que lo mismo lo llevaba todo a la vez. Un cliente habitual, vamos. Era, además, un malencarado; un rebotón que culpaba a la sociedad de lo nefastamente que le había ido en su miserable vida, cuando en realidad él jamás había hecho nada para mejorar su lamentable existencia, sino todo lo contrario. Ese día, a punto de ser las tres de la tarde, ya estaba muy colocado, pero no más de lo que solía estarlo el resto de la jornada. Siempre iba puesto de todo. Era un guarro de cuidado, en todos los sentidos; un ser del que la humanidad podría prescindir sin remordimientos ni penas.

Nadie lo sabía aún, pero el Patas estaba especialmente ofuscado con otro chorizo que le había birlado unas gafas Ray-Ban, que él mismo había hurtado unos minutos antes en los vestuarios de un gimnasio en el que se había colado aprovechando un descuido del conserje. Aquellas antiparras perfectamente las hubiera podido truequear por medio gramo de rebujito, que era el  veneno que más consumía y al que realmente tenía la adicción más fuerte. Era politoxicómano, algo de lo que el muy gilipollas parecía estar orgulloso, a tenor de lo que verbalizaba cuando encartaba hablar de su enganchadera a las sustancias estupefacientes.


Estaba que se subía por las paredes por haber sido tangado por un colega. Por ello la actuación policial tomó un cariz desagradable cuando Luisa y Jorge se acercaron a él para quitarle el petardo y denunciarlo. Lo que allí estaba empezando a suceder no resultaba novedoso para ninguno de los intervinientes: manifestaciones groseras, despectivas y amenazantes; amén de movimientos físicos delatores de una posible acción huidiza e incluso ofensiva. Lo normal y mil veces vivido por la pareja de funcionarios actuantes. El pan nuestro de cada día para aquellos servidores públicos de placa, porra, pistola y entrega; destacando lo de entrega, porque muchos policías no tienen ni puta idea de qué demonios va todo esto.

Nada hacía presagiar el modo en el que iba a concluir tan básica y fundamental diligencia policial, por lo que con buen criterio y acierto los agentes de la autoridad le pidieron al Patas que se despojara de su mugrienta chamarreta, instante justo en el que por la parte trasera de la cinturilla del pantalón asomó, levemente, el puño de un cuchillo de cocina. Tan pronto la chica vio el arma dio un respingo hacia atrás a la vez que, aceleradamente y a gritos, advertía a su compañero de tal hallazgo visual. Luisa, que además de tener muchas tablas en la calle era valentona, recobró rápidamente el control de sí misma y se abalanzó sobre Óscar. Entre que cayó violentamente encima de su objetivo y que éste se revolvía con agresividad contra la policía, tratando de desenvainar, la hoja de la faca acabó produciendo un tajo en uno de los antebrazos de la funcionaria, otro en los dedos de su mano contraría e incluso uno extra en la muñeca izquierda del propio Osquita.

A todo esto y en un acto simultáneo a lo que ya estaba acaeciendo, Jorge intentaba llegar hasta el delincuente evitando ser tocado por el cuchillo que, en realidad, aún no había visto pero cuya existencia no ponía en duda, dada la cantidad de sangre que en un plis-plas lo decoró todo. Tanto es así, que una vez verificado que su compañera tenía sendos miembros superiores inutilizados, aparte de hallarse atrapada por un evidente estado de choque emocional, Jorge desenfundó su pistola tratando de hacerla valer, al observar que el Patas se estaba incorporando desde el suelo con las manos chorreando sangre, gritando y amenazando de muerte a la fuerza presente. Pero nanai de China, si el mundo de Luisa se había abierto bajo sus pies y no era capaz de hacer ni decir nada coherente, Jorge no iba a ser mucho menos: tras extraer su arma de la funda, dirigirla hacia el hostil y presionar el gatillo, aquello no sonó. ¡La pistola no disparaba! El ambiente no se mezcló con el inconfundible aroma de la pólvora quemada. Jorge, para colmo de males, seguía sin ver el cuchillo, aunque él no lo sabía. Este Homo sapiens varón únicamente era consciente de una cosa, que estaba a tres metros de un “hijoputa” armado con algo peligroso, que no quería terminar allí sus días y que su binomio estaba gravemente lesionado. Menuda papeleta.

«Todo sucedía a una velocidad hasta entonces inimaginable para nosotros, además de a un ritmo difícilmente reproducible en la galería de tiro», dijeron posteriormente los dos uniformados. Sus cabezas, en realidad las de los tres, fueron invadidas por una misteriosa mezcla de silencio y estruendo, algo presuntamente incompatible. Pese a todo, Jorge logró disparar, pero no sin antes efectuar algunas imprecisas y torpes manipulaciones sobre la pistola. El problema que anteriormente le impidió abrir fuego y que ralentizó su respuesta armada, era el seguro exterior del arma. Una aleta que debió ser pulsada hacía abajo con el pulgar de la mano dominante, pero que por la precipitación del momento el policía no recordó desactivar. La cosa es que finalmente disparó tres veces. Un proyectil impactó en un pie de su compañera; otro atravesó el hombro derecho de Óscar, deteniendo su trayectoria  en el escaparate de una librería cercana; y el último, el tercero, nadie sabe qué fue de él.

El Patas, al sentirse tocado por una bala, encima de por un corte de su propia medicina, desistió en su actitud y empezó a obedecer todas las órdenes conminatorias que Jorge le vociferaba con la boca seca como la suela de un zapato. El agente no pudo pedir refuerzos porque no atinó a encontrar su radio, la cual se le había quedado olvidada en el salpicadero del patrullero. Luisa, que sangraba abundantemente por tres heridas, consiguió recuperar cierto nivel de calma y le pidió a un transeúnte que telefoneara a Emergencias, informando de lo que estaba pasando. Y el Patas, el jodido y bastardo Osquita, permaneció en el suelo encañonado por Jorge, el único físicamente ileso de esta historia, hasta que una dotación policial de otro cuerpo apareció casualmente en la escena y lo engrilletó.

Estimado lector, todo lo que acabas de leer es un relato que se me ha ido ocurriendo sobre la marcha. Pero aunque pueda parecerte un argumento excesivamente peliculero (novelístico mejor, por favor), te garantizo que algo así podría ocurrir en cualquier momento en la esquina de enfrente de tu casa. Es más, ya ha pasado demasiadas veces. ¿Te sientes preparado para resolver con satisfacción situaciones de esta naturaleza? ¿Alguna vez te han hablado sobre cómo reaccionamos los seres humanos ante vicisitudes de esta magnitud? ¿Sabes que tus proyectiles rebotan y atraviesan los cuerpos humanos con mucha facilidad y que pueden conservar capacidad para herir o matar a otras personas, aunque estas se encuentren a muchos metros de donde se produjeron los disparos? ¿Sabrías realizarle un torniquete a tu compañero? ¿Sabrías practicártelo a ti mismo? ¿Entrenas el disparo en doble acción? ¿Practicas tiro en seco, desenfundado y desactivando el seguro manual de tu pistola? ¿Ya te han engañado colándote esa diabólica funda pistolera supuestamente mágica? ¿Resuelves con soltura los encasquillamientos? ¿Sabes usar adecuadamente los parapetos? ¿Acaso te han hablado sobre la posibilidad de tener que disparar con tu mano menos hábil, por tener la otra inutilizada por mor de un golpe, un balazo o una cuchillada? ¿Has meditado seriamente sobre tu propia voluntad de matar, llegado el caso? Lo sé, tus instructores no te hablan de estas cosas. Es más, me consta que muchos de ellos saben menos que tú.

Si a nivel institucional todo lo relativo al adiestramiento sigue anclado en arcaicas e insulsas posiciones de tiro, y quienes te rodean se aferran a las leyendas urbanas de toda la vida, mueve el culo y da un decidido paso al frente. Entrena con quienes a todas luces ya han abandonado las lúgubres, falaces y confortables sombras de las míticas cavernas platónicas. Relaciónate con quienes te aporten y no con quienes te resten. Suma para ti y para quienes a diario dependen de tus habilidades, de tu determinación, de tu pericia, de tus conocimientos y de tus destrezas. Huye de los que susurran con voz de curita. Bebe agua en fuentes frescas. Aléjate de los contaminados por el desánimo. Pégate a quienes han desertado de la ignorancia. Despégate de los intelectualmente limitados. Evoluciona sin mirar atrás, tu vida no es un negocio.

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