CRÓNICAS DEL NORTE: Demasiada confianza
“Cónicas del Norte” es el nombre
que el autor le da a una serie de pequeños relatos que narran vivencias
propias. El autor, cuando era joven (años 70 del siglo XX), integraba un grupo
antiterrorista (AT) en el Norte de España. Era una época muy dura para todos:
la sociedad española vivía aún bajo el Gobierno del general Franco, y los
medios de los que disponía la Policía eran nimios, incluso en las unidades de
investigación como esta.
Hace unos meses ya publicamos otro capítulo de “Crónicas de
Norte”: http://tirodefensivocampodegibraltar.blogspot.com/2010/11/cronicas-del-norte-el-dia-en-el-que-el.html
CRÓNICAS DEL NORTE: Demasiada confianza
Cuando descubríamos un
zulo de ETA hacíamos fiesta en el Grupo. Me explico.
Nuestra munición de
dotación era, llana y simplemente, Santa Bárbara. Nuestras pistolas eran las
Star SS del calibre 9 mm Corto; y los subfusiles, Star Z-62.
Ellos, es decir, los etarras, ya tiraban con munición Geco y con mejores
armas, tales como la FN Browning High Power, de gran
capacidad, el veterano Sten de la IIGM y la novísima Ingram MAC 10 y 11
(Marietta), con una cadencia endiablada de 1.200 disparos por minuto. A buen entendedor…
Eso sí;
éramos gente honrada y la munición procurábamos devolvérsela, cuanto antes
mejor. En esos zulos también
encontrábamos dinamita, pero dado su deficiente estado de conservación casi
siempre era destruida por seguridad.

Pasados
los meses, ya en verano, necesité una herramienta para algo. En aquellos
archivadores, el último cajón siempre servía de almacén de herramientas; allí
podías encontrar martillos, destornilladores, navajas, alicates…, todo ello
producto de incautaciones que, por las circunstancias que fueran, no habían
pasado a los juzgados.
Al abrir
el último cajón me extrañó ver como todas las herramientas estaban bañadas por
una especie de aceite, que provenía del cajón superior. Abrí éste, y ¡sorpresa!
Allí estaba la dinamita que, con sus exudaciones, había impregnado todo el
cajón inferior. Y teniendo en cuenta que aquel material pringoso era en gran
parte nitroglicerina…
Salí
disparado hasta el cuarto donde las señoras de la limpieza guardaban las
escobas, cogí una caja de cartón llena de serrín y volví al grupo. Esparcí
serrín a mansalva, hasta conseguir enjugar aquel fluido aceitoso y luego, con
sumo cuidado, puse el mazo de cartuchos dentro de la propia caja de serrín.
Llamé al cuartel
de Loyola y pedí autorización al oficial de guardia para entrar en el campo de
tiro del Ejército, para destruir la dinamita. Al cabo de unos minutos sonó el
teléfono dando autorización. Al enterarse los compañeros, todos querían
apuntarse, pero en los coches sólo un conductor, que tenía fe ciega en mí, y el
jefe del Grupo, que también había hecho el curso de explosivos, subieron conmigo
en aquel “K”, que llevaba la dinamita.

Como
segunda opción, me había echado al bolsillo otro recuerdo del curso de explosivos:
un detonador completo. Era este un tubo de cartón en cuyo interior iba
enroscado un metro de mecha lenta, con el detonador en un extremo y el
encendedor en el otro. Una vez activado sólo se contaba, teóricamente, con un
minuto de tiempo para llegar al refugio.
Tras el
fracaso del detonador eléctrico, la peña de compañeros estaba decepcionada. Los
había que decían que la dinamita aquella ya no iba a funcionar. Salí del
refugio y fui hasta la carga; introduje el detonador y friccioné el encendedor.
Al producirse el chorro de gases de encendido salí como alma que lleva el
diablo; creo que en esa carrera batí todos mis récores personales hasta llegar
al refugio.
Pasó el
minuto de espera y no hubo nada. Ya empezaban a sonar las críticas cuando de
repente se produjo el “milagro”. Primero una ensordecedora explosión y luego
ver como la cubierta se perdía en el cielo a una velocidad terrible, hasta
hacerse casi invisible. Y todos mirando hacia arriba, viéndola caer hasta que,
tras chocar con el suelo, dio varios botes tremendos y al fin cayó de lado. Fue
espectacular.

Los
detuvimos en Éibar y cantaron al cura de una de las dos parroquias. Mandamiento
de entrada y registro en mano, nos presentamos en la casa parroquial y la
pusimos patas arriba. Nada.
Sabíamos que
el cura guardaba el zulo del comando con armas, munición y explosivos.
Tras
muchas vueltas, entramos en la iglesia y allí, en el Sagrario, detrás de los
copones y tras un falso fondo, encontramos el arsenal: dinamita, dos subfusiles
Sten, una pistola Browning y gran cantidad de munición, marca Geco.
Y hablando
de curas y de iglesias también recuerdo el día en que me tocó salvar al obispo
Setien.
Pero esa
es otra historia.
Por,
Víctor
Jo Ernesto me pasado un buen rato leyendo tus batallitas, y muy cachondo lo de éramos gente honrada y la munición procurábamos devolvérsela, cuanto antes mejor. me he reido a gusto,gracias y cuenta alguna mas, que lo haces ameno.
ResponderEliminarHola amigo anónimo: Gracias por tu comentario. De todos modos, debes saber que no soy yo quien firma esa crónica. Abajo, al final, firma Víctor.
ResponderEliminarEsa crónica narra un hecho cierto y real, pero nunca pudo ser vivido por mí, pues yo era niño en esa época. Quien pudo vivir aquello es alguien que hoy tiene, como poco, 60 años de edad. Yo tengo 40, y en los años 70 tenía... entre 0-10 años.
GRACIAS